20060315

Escrito el 11/03/06

EL PROBLEMA:

LA REINVENCIÓN DE LOS SIMBOLOS DE LA NACIÓN O LA INVENCIÓN DE LA TRADICIÓN.

Dr. José Pascual Mora-García

ULA-Táchira

(Parte del presente trabajo sirvió de base para una nota de prensa redactada por el periodista Humberto Contreras en Diario de La Nación del Domingo 12/3/06, a continuación se presenta el texto original completo)

A partir de la nueva Ley de Símbolos Patrios en Venezuela, que modifica la bandera y el escudo, es necesario apuntalar algunos puntos claves para la reflexión. En primer lugar, preguntarnos por qué no participaron los historiadores de oficio, ni los centros de investigación, ni las academias, ni las universidades en la consulta. En segundo lugar, qué implicaciones reales trae consigo esa modificación, más allá del número de las estrellas en la Bandera Nacional; o bien, la dirección del caballo en el escudo, entre otras modificaciones. Y en tercer lugar, preguntarnos acaso ¿estamos en presencia de un nuevo tiempo histórico nacional?. Es necesario deslindar entre los pseudos problemas y los verdaderos.

Comencemos por la primera pregunta:

La primera respuesta es que hay que confesar que los historiadores, como dice el historiador británico Eric Hobsbawn (2002), se han olvidado de estudiar la invención de la tradición en los diferentes tiempos históricos de la nación. Nos hemos anclado en la vieja Historia Patria, que si bien tuvo un fin inmediato, como fue consolidar la memoria histórica nacional, también es verdad que no dejó tener su ingrediente ideológico manipulador. Y en ese sentido, la Historia Patria sirvió servilmente a Antonio Guzmán Blanco, a Castro, a Gómez, a Pérez Jiménez, a Carlos Andrés Pérez, y esa misma dirección a todos, quienes han detentado el poder durante el siglo XX para legitimarse. La transformación del nacionalismo venezolano de la decimonónica versión liberal, a las versiones nacionalistas neoliberales, y últimamente, caracterizada por un neonacionalismo de izquierda, siguen sin estudiarse cabalmente. Sorprende el silencio de las Escuelas de Historia, de las Maestría en Historia, de los Doctorados en Historia, junto a ellas, el silencio de los Centros y Grupos de Investigación. No dicen nada con densidad, porque el problema no es dar una respuesta preñada por la polarización política actual, que en suma es un hecho coyuntural. Sorprende que algunos historiadores, de reconocida trayectoria a nivel nacional, cuando opinan, simplemente responden con el lenguaje del comunicador social, del periodista, y no con el lenguaje del HISTORIADOR. El historiador más que un estudioso del acontecimiento, del tiempo évènementiale (como dirían los franceses), estudia el tiempo estructural, el tiempo de larga duración, es decir, el tiempo de la lentitud en la historia.

Ante este vacío evidentemente que se impone una nueva escenifica­ción del tiempo histórico nacional, diferente a la forma como tradicionalmente se compuso. Históricamente las elites y la intelligentsia, fueron los ejes protagónicos en su dimensión operativa al gobierno, funcionaron como aparatos ideológicos del Estado, y sirvieron de base en el diseño del tiempo histórico nacional; organizaron los ritos y conmemoraciones cívicas, la historiografía y la en­sayística, incluso las obras literarias. De esa manera, la escenificación del tiempo nacional diseñada desde las elites se convirtió como una suerte de esqueleto del imaginario nacional, y a la postre como una gran maquinaria persuasiva.

En Venezuela durante el siglo XIX y XX, la intelligentsia, vale decir, los in­telectuales, los académicos y políticos fueron los responsables de la ela­boración simbólica y el perfilamiento de ideas-fuerza de la nación. Y este aporte a la historia se convirtió a la larga, en el gran pecado, pues su rol como conciencia nacional precursora también sirvió para retardar los cambios. Indudablemente que se han dado también momentos de osmosis (y conflicto) entre la intelligentsia y el mundo popular. La Revolución de Octubre de 1945, puede ser recordada como el primer intento de participación directa de las masas en el estamento político, incluso ha pasado a la historia con el slogan siguiente: “época de cuando los alpargatuos tomaron el poder”. También se caracterizó por articular la dupla: pueblo-ejército y pueblo-partido, que a la postre se convierte en el primer antecedente de integración política del ejército y el pueblo. Y recientemente podemos decir, que a partir del proceso que vive Venezuela después de las elecciones de 1998, se inicia una nueva reminiscencia de la integración entre la intelligentsia y el mundo popular, pero que paulatinamente se fue quedando sólo en poder de las versiones populares. No nos olvidemos de la participación importante de la intelligentsia tradicional en la Constituyente (1999), o entre los asesores del Presidente Chávez el inicio del “proceso bolivariano.” El abandono de esa intelligentsia ha dado paso a una forma de participación de los liderazgos populares, subordinados incondicionalmente a la figura del presidente. Esta circunstancia en nada beneficia ni a Venezuela ni al actual sistema de gobierno.

Es necesaria la emergencia de una nueva intelligentsia que participe en la elaboración simbólica, una nueva intelligentsia que salga del acomodo político, y la supuesta neutralidad valorativa. Una nueva intelligentsia que supere la visión aburguesada, una nueva intelligentsia que responda responsablemente como intelectual orgánico.

Segunda pregunta:

Los cambios en los símbolos patrios, más allá de las significaciones semióticas o semiológicas inducen a una nueva reminiscencia de la invención de la tradición. Eric Hobsbawm ha señalado que el liberalismo, durante el siglo XIX, fraca­só como ideología, al menos en el sentido de que no pudo proporcionar unos lazos de autoridad y de lealtad sociales como los que había en las sociedades anteriores. Para subsanar este fracaso, el liberalismo hubo de llenar este vacío con «prácticas inventadas». Hobsbawm ha llamado a la creación de tales prácticas la «invención de la tradición». Dichas prácticas consistirían, básica­mente, en un proceso de ritualización y formalización por referencia al pasa­do. Siguiendo a este autor, las tradiciones inventadas pueden ser de tres tipos: a) las que establecen o simbolizan cohesión social o pertenencia al grupo, ya sean comunidades reales o artificiales; b) las que establecen o legitiman insti­tuciones, estatus o relaciones de autoridad, y c) las que tienen como principal objetivo la socialización, el inculcar creencias, sistemas de valores o conven­ciones. Para Hobsbawm los tipos b y c son en general tradiciones artificiales y tienen una existencia subordinada a las del tipo a, esto es, a la invención de la tradición como identificación con la comunidad o con las instituciones que la representan, expresan o simbolizan como nación. En suma, que la principal invención de la tradición desarrollada por el liberalismo para paliar el vacío social sembrado por su propia ideología individualista fue la apelación a un pa­sado mítico de la nación, en la que ésta apareciera dotada ya de los rasgos de una comunidad política liberal y cuyos ingredientes básicos serían derechos individuales y poder político limitado.

Acabo de señalar que la invención de la tradición supone apelar a un pa­sado mítico, pero esto no quiere decir que se trate de la apelación a un pa­sado falso. Basta con que se seleccionen del pasado aquellos hechos más acordes con la identidad de una nación liberal. En el caso venezolano se retomó la premisa de “eramos, porque habíamos sido.” Un poco se apela al heroísmo independentista para conformar el mito de los orígenes.

El estudio de las tradiciones inventadas tiene, para Hobsbawm, una im­portancia sobresaliente. A través del mismo podemos ver de qué manera in­venciones distintas señalan proyectos políticos distintos o formas radical­mente distintas de entender la nación. Por ejemplo, podríamos comparar las tradiciones inventadas contrapuestas del nacionalismo liberal venezolano (si­glos xix y xx) y su modelo sucesorio, el nacionalismo autoritario en las dictaduras de Castro, Gómez, Pérez Jiménez, el nacional-neoliberalismo a finales de las década del ochenta y década del noventa del siglo pasado, e incluso el neonacionalismo actual, y de esta manera aprender bastante acerca del carácter polimórfi­co y contradictorio del nacionalismo venezolano.

Esto es, el estudio de las tradiciones inventadas proporciona herramientas útiles con las que examinar ese acontecimiento «relativamente reciente que supone la nación y sus fenómenos, asociados: el nacionalismo, la nación-estado, los símbolos nacionales, las historias» y, de esta manera, abordar la curiosa paradoja de la nación mo­derna

Tercera pregunta:

¿Estamos en presencia de un nuevo tiempo histórico nacional.?

Considerando la experiencia colectiva del tiempo, pueden distinguirse en Venezuela, desde la Colonia hasta el presente, distintas escenifica­ciones del tiempo histórico y nacional. Tras el tiempo colonial, que ha sido descrito como un tiempo estancado o un tiempo que remite siempre a algo distinto de sí mismo, pueden señalarse al menos cuatro modalidades de ex­periencia e invención colectiva del tiempo: el tiempo fundacional a co­mienzos del siglo xix, en el período de la independencia; el tiempo de inte­gración hacia fines del siglo xix y comienzos del xx con la Revolución Liberal Restauradora; el tiempo de transformación en la década de los años sesenta y, el tiempo globalizado en el momento actual. La Revolución Bolivariana vive en una diatriba permanente entre la reminiscencia del tiempo fundacional y la necesidad impuesta por el tiempo globalizado, en la cual, las estrategias de Estado están sujetas a las decisiones supranacionales. En el tiempo de fundación el discurso de la elite esce­nifica la construcción de una nación de ciudadanos: educar y civilizar en el marco de un ideario republicano e ilustrado.

A partir de 1998, ante lo que se percibió como un fracaso del proyecto planificador-neoliberal, se pretende un cambio de la estructura socioeconómica en beneficio de los trabajadores y de los sectores más desposeídos y se vincula el concepto de nación al de clase, revolución y anti-imperialismo.

Desde esta perspectiva, la concien­cia individual es un punto de tránsito o de encuentro de los tiempos colecti­vos, una suerte de macro-estrategia comunicativa que contribuye a afianzar ciertos intereses y una determinada hegemonía. Toda nación necesita un pro­yecto de futuro y un sentido de trascendencia, un mito, un cuento, necesidad que recoge una aspiración profunda de la naturaleza humana. En el pasado premodemo fue la religión la que se hizo cargo en Occidente de esta aspira­ción. En el mundo actual, crecientemente secularizado, la aspiración se hace patente, en el espacio público, en gran medida a través de la escenificación del tiempo histórico nacional.

El concepto de nación, pues, más que un dato geográfico o una mera te­rritorialización del poder, es una elaboración simbólica que se constituye en torno a una interpretación del sentido de la historia de cada país. El diseño del tiempo histórico desempeña un rol fundamental en este proceso.

En Venezuela, luego de declarar la independencia de España, sucedie­ron muchas cosas «gloriosas» para algunos; «heroicas» para otros. Los acontecimientos y el giro dado a los mismos por los discursos dominantes obligaron a pensarnos según los cánones de una historia patria" que no buscaban otra cosa que la proyección de los esfuerzos iniciados en 1810­1811 para justificar la emancipación del imperio español de Indias. Esfuerzos influidos en buena parte por el natural y drástico antihispanismo reinante como secuela del impulso independentista y del restablecimiento de la estructura de poder interna por parte de aquella elite criolla conside­rada por el lenguaje lírico de la época. Esa historia patria impuso simbólicamente la imagen de una cierta unidad nacional que informaría los inicios de la na­ción venezolana: éramos nacionales sin saberlo. Pero luego de la indepen­dencia comenzó a vivirse una gran desilusión: guerras más o menos civiles de una violencia impactante, el acoso de una disgregación implacable a lo largo del siglo xlx. Se nos impulsó, entonces, a suponer la unidad nacional como fórmula lógica de salvaguardar la identidad política republicana y la conformación de un Estado liberal, como manera de arrancar definitiva­mente a la república de las garras del caos y la anarquía caudillista.

A jus­tificar esto contribuyó notablemente el esfuerzo de la historiografía, la literatura, y la Historia Patria vene­zolana del siglo xlx, y XX. Estas son las condiciones que posibilitan la producción de la historia pa­tria que condujo a una acomodaticia y simplista visión según la cual la in­dependencia era un valor en sí misma. Siguiendo a Luis Ricardo Dávila (2005) podemos decir que era una historia dedicada a justificar la ruptura del orden colonial, la historia patria no hizo otra cosa que justificar la estructu­ra de poder y la estructura social criolla y el papel preeminente ocupado allí por los independentistas.

Por eso nos preguntamos finalmente, si tiene sentido que de cara al siglo XXI, el Estado todavía intente recrear la Nación al estilo de cómo se hizo en el siglo XIX. En el siglo XIX se justificaba porque no teníamos nación, pero después de doscientos años, evidentemente que somos una nación, sin duda. Entonces nos preguntamos ¿puede el Estado recrear por sí solo la nación? ¿O bien, es necesario repensarnos más allá de los decimonónicos conceptos de Estado-nación, y patria? Pareciera ser que la discusión está entre aquellos que siguen empeñados a reproducir el futuro apegados al nacionalismo metodológico y aquellos que buscan repensar la nación a partir de la atmósfera supranacional. No hay respuestas concluyentes pero en suma se trata de aportar todos en la construcción de la Nación venezolana, y eso incluye el aporte a la modificación de la simbólica.