Escrito el 11/03/06
Dr. José Pascual Mora-García
ULA-Táchira
A partir de la nueva Ley de Símbolos Patrios en Venezuela, que modifica la bandera y el escudo, es necesario apuntalar algunos puntos claves para la reflexión. En primer lugar, preguntarnos por qué no participaron los historiadores de oficio, ni los centros de investigación, ni las academias, ni las universidades en la consulta. En segundo lugar, qué implicaciones reales trae consigo esa modificación, más allá del número de las estrellas en
Comencemos por la primera pregunta:
La primera respuesta es que hay que confesar que los historiadores, como dice el historiador británico Eric Hobsbawn (2002), se han olvidado de estudiar la invención de la tradición en los diferentes tiempos históricos de la nación. Nos hemos anclado en la vieja Historia Patria, que si bien tuvo un fin inmediato, como fue consolidar la memoria histórica nacional, también es verdad que no dejó tener su ingrediente ideológico manipulador. Y en ese sentido,
Ante este vacío evidentemente que se impone una nueva escenificación del tiempo histórico nacional, diferente a la forma como tradicionalmente se compuso. Históricamente las elites y la intelligentsia, fueron los ejes protagónicos en su dimensión operativa al gobierno, funcionaron como aparatos ideológicos del Estado, y sirvieron de base en el diseño del tiempo histórico nacional; organizaron los ritos y conmemoraciones cívicas, la historiografía y la ensayística, incluso las obras literarias. De esa manera, la escenificación del tiempo nacional diseñada desde las elites se convirtió como una suerte de esqueleto del imaginario nacional, y a la postre como una gran maquinaria persuasiva.
En Venezuela durante el siglo XIX y XX, la intelligentsia, vale decir, los intelectuales, los académicos y políticos fueron los responsables de la elaboración simbólica y el perfilamiento de ideas-fuerza de la nación. Y este aporte a la historia se convirtió a la larga, en el gran pecado, pues su rol como conciencia nacional precursora también sirvió para retardar los cambios. Indudablemente que se han dado también momentos de osmosis (y conflicto) entre la intelligentsia y el mundo popular.
Es necesaria la emergencia de una nueva intelligentsia que participe en la elaboración simbólica, una nueva intelligentsia que salga del acomodo político, y la supuesta neutralidad valorativa. Una nueva intelligentsia que supere la visión aburguesada, una nueva intelligentsia que responda responsablemente como intelectual orgánico.
Segunda pregunta:
Los cambios en los símbolos patrios, más allá de las significaciones semióticas o semiológicas inducen a una nueva reminiscencia de la invención de la tradición. Eric Hobsbawm ha señalado que el liberalismo, durante el siglo XIX, fracasó como ideología, al menos en el sentido de que no pudo proporcionar unos lazos de autoridad y de lealtad sociales como los que había en las sociedades anteriores. Para subsanar este fracaso, el liberalismo hubo de llenar este vacío con «prácticas inventadas». Hobsbawm ha llamado a la creación de tales prácticas la «invención de la tradición». Dichas prácticas consistirían, básicamente, en un proceso de ritualización y formalización por referencia al pasado. Siguiendo a este autor, las tradiciones inventadas pueden ser de tres tipos: a) las que establecen o simbolizan cohesión social o pertenencia al grupo, ya sean comunidades reales o artificiales; b) las que establecen o legitiman instituciones, estatus o relaciones de autoridad, y c) las que tienen como principal objetivo la socialización, el inculcar creencias, sistemas de valores o convenciones. Para Hobsbawm los tipos b y c son en general tradiciones artificiales y tienen una existencia subordinada a las del tipo a, esto es, a la invención de la tradición como identificación con la comunidad o con las instituciones que la representan, expresan o simbolizan como nación. En suma, que la principal invención de la tradición desarrollada por el liberalismo para paliar el vacío social sembrado por su propia ideología individualista fue la apelación a un pasado mítico de la nación, en la que ésta apareciera dotada ya de los rasgos de una comunidad política liberal y cuyos ingredientes básicos serían derechos individuales y poder político limitado.
Acabo de señalar que la invención de la tradición supone apelar a un pasado mítico, pero esto no quiere decir que se trate de la apelación a un pasado falso. Basta con que se seleccionen del pasado aquellos hechos más acordes con la identidad de una nación liberal. En el caso venezolano se retomó la premisa de “eramos, porque habíamos sido.” Un poco se apela al heroísmo independentista para conformar el mito de los orígenes.
El estudio de las tradiciones inventadas tiene, para Hobsbawm, una importancia sobresaliente. A través del mismo podemos ver de qué manera invenciones distintas señalan proyectos políticos distintos o formas radicalmente distintas de entender la nación. Por ejemplo, podríamos comparar las tradiciones inventadas contrapuestas del nacionalismo liberal venezolano (siglos xix y xx) y su modelo sucesorio, el nacionalismo autoritario en las dictaduras de Castro, Gómez, Pérez Jiménez, el nacional-neoliberalismo a finales de las década del ochenta y década del noventa del siglo pasado, e incluso el neonacionalismo actual, y de esta manera aprender bastante acerca del carácter polimórfico y contradictorio del nacionalismo venezolano.
Esto es, el estudio de las tradiciones inventadas proporciona herramientas útiles con las que examinar ese acontecimiento «relativamente reciente que supone la nación y sus fenómenos, asociados: el nacionalismo, la nación-estado, los símbolos nacionales, las historias» y, de esta manera, abordar la curiosa paradoja de la nación moderna
Tercera pregunta:
¿Estamos en presencia de un nuevo tiempo histórico nacional.?
Considerando la experiencia colectiva del tiempo, pueden distinguirse en Venezuela, desde
A partir de 1998, ante lo que se percibió como un fracaso del proyecto planificador-neoliberal, se pretende un cambio de la estructura socioeconómica en beneficio de los trabajadores y de los sectores más desposeídos y se vincula el concepto de nación al de clase, revolución y anti-imperialismo.
Desde esta perspectiva, la conciencia individual es un punto de tránsito o de encuentro de los tiempos colectivos, una suerte de macro-estrategia comunicativa que contribuye a afianzar ciertos intereses y una determinada hegemonía. Toda nación necesita un proyecto de futuro y un sentido de trascendencia, un mito, un cuento, necesidad que recoge una aspiración profunda de la naturaleza humana. En el pasado premodemo fue la religión la que se hizo cargo en Occidente de esta aspiración. En el mundo actual, crecientemente secularizado, la aspiración se hace patente, en el espacio público, en gran medida a través de la escenificación del tiempo histórico nacional.
El concepto de nación, pues, más que un dato geográfico o una mera territorialización del poder, es una elaboración simbólica que se constituye en torno a una interpretación del sentido de la historia de cada país. El diseño del tiempo histórico desempeña un rol fundamental en este proceso.
En Venezuela, luego de declarar la independencia de España, sucedieron muchas cosas «gloriosas» para algunos; «heroicas» para otros. Los acontecimientos y el giro dado a los mismos por los discursos dominantes obligaron a pensarnos según los cánones de una historia patria" que no buscaban otra cosa que la proyección de los esfuerzos iniciados en 18101811 para justificar la emancipación del imperio español de Indias. Esfuerzos influidos en buena parte por el natural y drástico antihispanismo reinante como secuela del impulso independentista y del restablecimiento de la estructura de poder interna por parte de aquella elite criolla considerada por el lenguaje lírico de la época. Esa historia patria impuso simbólicamente la imagen de una cierta unidad nacional que informaría los inicios de la nación venezolana: éramos nacionales sin saberlo. Pero luego de la independencia comenzó a vivirse una gran desilusión: guerras más o menos civiles de una violencia impactante, el acoso de una disgregación implacable a lo largo del siglo xlx. Se nos impulsó, entonces, a suponer la unidad nacional como fórmula lógica de salvaguardar la identidad política republicana y la conformación de un Estado liberal, como manera de arrancar definitivamente a la república de las garras del caos y la anarquía caudillista.
A justificar esto contribuyó notablemente el esfuerzo de la historiografía, la literatura, y
Por eso nos preguntamos finalmente, si tiene sentido que de cara al siglo XXI, el Estado todavía intente recrear